lunes, 15 de diciembre de 2014

LA MODERNIDAD DE LA POESÍA EN HISPANOAMÉRICA (parte 2)



Hace unos años se editó una Antología de la poesía cósmica del Ecuador (Frente de Afirmación Hispanista, México, 1996), organizada por Rodrigo Pesántez Rodas y Fredo Arias de la Canal. Es sorprendente observar la solidez de una tradición poética en un país raramente considerado por los brasileños. Si pensáramos en correlatos, tendremos en Jorge Carrera Andrade (1903-1976), César Dávila Andrade (1919-1967) y Jorge Enrique Adoum (1923) una tríada bastante representativa de la poesía ecuatoriana, como ejemplo de lo que deberían representar para nosotros, los brasileños, la poesía de Manuel Bandeira (1886-1968), Jorge de Lima (1895-1953) e João Cabral de Mello Neto (1920-1999). Además de ellos, tendríamos que incluir otros tres nombres: Hugo Mayo (1895-1988), Gonzalo Escudero (1903-1971) y el ya citado Alfredo Gangotena. El primero en la condición de vanguardista avant la lettre. El segundo, por un desbordamiento poético que agrupaba las experiencias románticas, simbolistas, surrealistas, de modo bastante expresivo.
Lo que también importa destacar en la antología mencionada es que aborda una defensa de la poesía que retoma la lectura propiciada por Lezama Lima, la del potens poético. Así tendríamos que leer toda la poesía, sin importar sus relaciones políticas, los vicios de las capillas, las orgías en torno del propio ombligo. Así tendríamos que aprender a leer también la poesía hecha en Hispanoamérica
Los países hasta aquí mencionados poseen todos una tradición entrañable, aunque en muchos casos no comprendida. Un ejemplo destacado es Chile, por el hecho de que fue el único país hispanoamericano en tener dos poetas condecorados con el premio Nobel: Neruda y Gabriela Mistral (1889-1957). A pesar de que la autora de Desolación (1922) tenga indiscutible importancia, cabe resaltar su vinculación con una de las generaciones más ricas en toda Hispanoamérica, en la cual destacan nombres como Pablo de Rokha (1894-1968), Humberto Díaz-Casanueva (1907-1992), Rosamel del Valle (1901-1965) y el propio Huidobro. Su importancia se comprueba gracias al desdoblamiento visible que propusieran, siendo suficiente referirse a nombres como Enrique Gómez-Correa (1915-1994), Gonzalo Rojas (1917), Ludwig Zeller (1927) y Enrique Lihn (1929-1988). Otra tradición riquísima la encontramos en Colombia, que parte de los modernistas Guillermo Valencia (1873-1943) y Porfirio Barba Jacob (1883-1942), buscando mayor evidencia poética en autores como León de Greiff (1895-1976), Aurelio Arturo (1906-1974), Alvaro Mutis (1923) y Jorge Gaitán Durán (1924-1962).
A cada país hispanoamericano corresponde un núcleo de singularidades en el desdoblamiento de las corrientes estéticas. Basta pensar en la publicación, en Italia, de Onda (1929), del panameño Rogelio Sinán (1902-1994), libro que presupone una inauguración de las vanguardias en Hispanoamérica. Ejemplo poco común sería el del ecuatoriano Hugo Mayo, que fue renuente a publicar en libro sus pioneras aventuras vanguardistas. Se puede alegar que ambos poetas no persistirían en tal aventura o que no habían alcanzado, en otra dimensión poética, importancia real. Sinán se orientó a la narrativa, logrando allí destacarse más que en la poesía. Mayo se recogió, evitando cualquier evidencia. Si Panamá tiene una referencia básica, no se puede decir lo mismo de Ecuador, cuya tradición ya anotamos arriba. Igualmente, gracias al esfuerzo de Rodrigo Pesántez Rodas, se recupera hoy la obra de Mayo, junto con su prestigio.
El salto que efectúa Guillermo Sucre entre Borges y Juarroz es intrigante, porque en un módulo central encontramos dos afirmaciones estéticas bastante en boga en Argentina, centradas en Enrique Molina (1910-1997) y Alberto Girri (1914), o sea, la expansión del lenguaje, su apertura a un abismo que lo realimente, al lado de una concentración crítica, modelada a partir de un sarcasmo corrosivo. Son dos poéticas fundamentales, contemporánea la una de la otra, que convivieran sin represalias de especie alguna. Aunque Sucre se detenga en el estudio de ambos en un capítulo posterior de su libro, no veo razón para destacar la obra de Juarroz en detrimento de Molina o Girri.
Es inaceptable que no ponga a consideración aspectos preponderantes en una lectura natural de los desdoblamientos estéticos de la poesía en Hispanoamérica. En primer plano, los mexicanos Xavier Villaurrutia (1903-1950) y José Gorostiza (1901-1973), así como los nicaragüenses Pablo Antonio Cuadra (1912) y José Coronel Urtecho (1906). En los dos casos, ya se verificaba una fuerte tradición poética, basta pensar en Ramón López Velarde (1888-1921) y Rubén Darío (1867-1916), respectivamente.
Desde su acta de fundación, con el Modernismo, la poesía hispanoamericana tejió singularidades que afrontan cualquier tentativa de generalización de un pretendido fenómeno. La dimensión poética no está ligada a un programa curricular o momentáneo. Se trata de una expresión natural e incorruptible. Así es que una tradición poética boliviana o portorriqueña no se basa específicamente en el séquito vanguardista anotado hasta el momento, ni tampoco en el sometimiento a un canon español o estadounidense. Cada una de esas áreas de actuación de la poesía ha aprendido que solamente el diálogo es fundante. El diálogo es la verdadera conquista. Poco poetas en todo el continente poseen una dimensión cósmica, un sentido místico tan arraigado, como el boliviano Jaime Sáenz (1921-1986), cuya obra permanece desconocida fuera de su país. De un linaje próximo al suyo, tenemos al colombiano Gaitán Durán y al nicaragüense Alfonso Cortés (1893-1969), a pesar de sus distintas edades.

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Las primeras manifestaciones literarias europeas que desembarcaron en territorio hispanoamericano fueron los ecos distantes del neoclasicismo español del siglo XVIII, a su vez una extensión tardía del clasicismo francés. Sus expresiones de mayor valía son el ecuatoriano José Joaquín Olmedo (1780-1847) y el venezolano Andrés Bello (1781-1865), cuya obra testimonia un decidido proceso de emancipación cultural, es decir, cuando las nacientes repúblicas ya se mostraban empeñadas en afirmar su propia identidad. El surgimiento, posteriormente, del romanticismo no se caracteriza exactamente como un rompimiento con el periodo anterior, sino como una ampliación de su aspecto primordial, el de la afirmación nacional de las jóvenes repúblicas.
Innumerables aspectos contribuirán, en mayor o menor escala, en la formación de una identidad propia y enteramente peculiar a nivel internacional, en lo que se refiere a la cultura hispanoamericana, a saber, la de aquellos países del continente americano que se encontraban vinculados entre sí en torno a la lengua española, aunque en mucho esa vinculación idiomática no sea la clave de la citada identidad, como podría parecer y así lo pretenda cierto sector de la crítica, sino la presencia múltiple, simultánea y sobre todo espontánea de diversas culturas en una determinada circunstancia histórica. En este sentido, también contribuyó de forma esencial la efectiva participación de Simón Bolívar, una de las marcas capitales de la independencia cultural hispanoamericana. Algo decisivo fue, también, la resistencia del idioma guaraní en tierras paraguayas, cuando se instalaron las misiones catequísticas de la Compañía de Jesús, ya en el siglo XVIII, dando lugar al único caso de bilingüismo en toda la América española, aspecto éste que resultó de importancia extrema en la percepción de una cultura mestiza en el continente. Lo mismo se podría decir, un siglo antes, de la presencia esencial de la mexicana Juana Inés de la Cruz (1648-1695), cuya poesía revela no solamente el desbordamiento de las imágenes del barroco cuanto la voraz inquietud de las indagaciones relativas al ser, la búsqueda de un conocimiento de sí mismo, de nuestra existencia abierta al mundo, al mismo tiempo en que de forma intrigante e instigante anticipa un linaje notable de la poesía hispanoamericana, a saber, el de las mujeres que reflejarán e interferirán en su propio destino y en el curso de la época que les tocó vivir, como las portorriqueñas Julia de Burgos (1914-1953) y Violeta López Suria (1926-1994), la uruguaya Juana de Ibarbourou (1895-1980), la argentina Alejandra Pizarnik (1936-1972), la costarricense Eunice Odio (1922-1974), la salvadoreña Claribel Alegría (1924-1996) y la chilena Gabriela Mistral. Cabe recordar aquí que el colombiano Carlos Martín, en su libro Hispanoamérica: mito y surrealismo (1986) comprende acertadamente el mestizaje como

la constante más determinante del espíritu y de la inteligencia del Nuevo Continente. Mestizaje que explica la condición aluvial de la literatura hispanoamericana, en cuyas obras capitales se advierte mezcla e impureza, superposición y fusión de innumerables elementos y tendencias, procedentes de distintas latitudes y tiempos.

Aunque ya en mucho se encontraran en Andrés Bello señales de una defensa del pensamiento mestizo, la contribución más preciosa se encuentra determinada por la poesía gauchesca, ya a partir de mediados del siglo XIX, cuyo Martín Fierro, del argentino José Hernández (1834-1886) es el ejemplo más fecundo y difundido. El paso siguiente sería dado por el Modernismo, que eclosiona en diversos rincones del continente, aunque en Buenos Aires se localizara una especie de epicentro suyo, por las propias características cosmopolitas de la capital argentina. Siguiendo al chileno Alberto Baeza Flores, en su libro La poesía dominicana en el siglo XX (1976),

la más importante contribución del Modernismo para nuestra poesía consiste en el ambiente poético que crea, en el espíritu lírico que comunica y en el contenido de la imagen poética (de la metáfora y del símbolo).

En los poetas del Modernismo era tan importante la herencia del pasado, la asimilación de otras culturas, cuanto el sentido intenso de búsqueda, de expresión de las experiencias literarias hasta entonces alcanzadas. En tales circunstancias, cuidaban tanto de mantener un diálogo - entendido aquí en el sentido de un rico tejido de ideas formado a partir de la mezcla, del envolvimiento de innúmeras fuentes - con los clásicos del simbolismo francés y los poetas del barroco español, cuanto de iluminar sensible y críticamente el escenario de la literatura de su propio tiempo, seguros de que así se consolidaría de modo más fecundo y duradero la modernidad. Una síntesis notable acerca de los caminos que iluminaría la llama del Modernismo la encontramos en Octavio Paz:

El modernismo se inicia con una estética del ritmo y desemboca en una rítmica visión del Universo. Revela así una de las tendencias más antiguas de la psique humana, recubierta por siglos de cristianismo y racionalismo. Su revolución fue una resurrección. Doble descubrimiento: fue la primera aparición de la sensibilidad americana en el ámbito de la literatura hispánica; e hizo del verso español el punto de confluencia entre el fondo ancestral del hombre americano y la poesía europea. Al mismo tiempo, reveló un mundo sepultado y recreó los lazos entre la tradición española y el espíritu moderno. Y hay algo más: el movimiento de los poetas hispanoamericanos está impregnado de una idea extraña a la tradición castellana: la poesía es una revelación distinta de la religiosa. Ella es la revelación original, el verdadero principio. No dice otra cosa la poesía moderna desde el romanticismo hasta el surrealismo. En esta visión del mundo reside no solamente la originalidad del modernismo sino también su modernidad.

El célebre periodo de las vanguardias, a su vez, fertilísimo sea en la formación de grupos o en la publicación de revistas y manifiestos, tiene inicio con una polémica en torno al Futurismo, justamente a partir de un artículo firmado por Rubén Darío ("Marinetti y el futurismo", La Nación. Buenos Aires, 05/04/1909), que desencadenaría una serie de discusiones acerca de la escuela europea, entre las cuales merecen destacarse las ponderaciones del mexicano Amado Nervo (1870-1919) y del venezolano Henrique Soublette (1886-1912). El primero censuraba la vanidad entusiasta del manifiesto y su desdén a los valores del pasado, en tanto el segundo, en tono discordante pero más polémico, recordaba que, si Europa ya creía poseer un mundo digno de ser destruido, los hispanoamericanos, por el contrario, encontraban delante de sí una vastedad virginal para ser explorada y fundada. Si así pensaban los modernistas, por otro lado los jóvenes poetas también se manifestaron respecto de la polémica generada por Darío, como fue el caso de Huidobro que, en un artículo fechado en 1914, hacía coro a las palabras del nicaragüense, llegando incluso a ironizar las declaraciones futuristas y sus proclamas en torno de lo inmediato.
Aunque Europa se encontrara, en instancias sucesivas, con denominaciones como Cubismo, Futurismo, Expresionismo, Dada y otros focos de la vanguardia, como el realismo socialista, el neorrealismo, el realismo mágico, etc., el hecho es que Hispanoamérica recibía tales movimientos sin sujetarse demasiado a ellos, tratando naturalmente de redimensionarlos según la realidad de cada ambiente. De esta forma, surgirán movimientos fundamentales, entre los cuales cabe mencionar el Ultraísmo argentino, el Creacionismo chileno, el Estridentismo mexicano y el Postumismo portorriqueño, todos con sus manifiestos firmados en 1921. En la raíz de esas inquietudes estéticas, sumadas a las reflexiones críticas, sociales, psicológicas y existenciales del periodo modernista, encontramos una comprensible reacción crítica del formalismo de los años 10, expresada mediante recursos tales como el humor, la ironía, el coloquialismo y la erróneamente denominada poesía pura.
En lo que se refiere a la poesía actual, creo que es legítimo observar las características que resaltan los chilenos Pedro Lastra y Luis Eyzaguirre: el surgimiento de un personaje, imprimiéndole una connotación dramática, y los recursos de la narratividad y al intertextualidad. Tales aspectos vendrían a enriquecer de manera expresiva la poesía que hasta hoy se sigue realizando en la América hispánica, pudiendo ser observados, en mayor o menor grado, en todas sus voces de comprobada consistencia. Como testimonio imperativo del pasaje de una generación a otra - Octavio Paz ya advirtió, en su momento, que la poesía hispanoamericana es "una unidad viviente y elástica, un tejido de sucesivas negaciones y afirmaciones" -, vale recorrer las palabras del crítico español Jorge Rodríguez Padrón:

A la síntesis abarcadora de Lezama Lima, Octavio Paz o Nicanor Parra sucederá una clara divergencia, y en tanto unos poetas (es el caso, por ejemplo, del nicaragüense Pablo Antonio Cuadra) continúan sintiendo la poesía como proceso vital y no como medio de comunicación; otros (y el ejemplo típico sería el también nicaragüense Ernesto cardenal) buscarán la anécdota como médula del poema, otorgarán importancia, tal vez excesiva, a la temática y a la localización del acto poético; y otros, finalmente, abordarán su trabajo a partir de una perspectiva irónica, superadora de dicotomías simplistas, estableciéndose en la tesitura de la burla corrosiva, no por esto menos dramática.

Posteriormente, algunos poetas insisten en la existencia de otro momento, más reciente, que clasifican de neobarroco, situado como una reacción "tanto contra la vanguardia como contra el coloquialismo más o menos comprometido", según lo afirma el uruguayo Roberto Echavarren (1944), añadiendo que los "neobarrocos conciben su poesía como aventura del pensamiento más allá de los procedimientos circunscritos de la vanguardia", así como es posible decir de ellos -concluye el poeta - que los mismos "no tienen estilo, ya que, al contrario, se deslizan de un estilo a otro sin volverse prisioneros de una posición o procedimiento".
No me parece, sin embargo, que tengan cabida en nuestro tiempo las denominaciones restrictivas, desgastado rol de clasificaciones, sea en lo tocante a grupos, generaciones, escuelas o cualquiera otras tentativas, que serán siempre apelativas en cierto territorio sociocultural afectado por ocasionales lagunas de memoria, la memoria cultural de la que nos alimentamos y a partir de la cual ininterrumpidamente resurge en nosotros la perspectiva del futuro -no sería impropio recordar que el origen del barroco hispanoamericano se encuentra íntimamente vinculada a un sentido de mestizaje que es su propia esencia de ser, tanto más que Lezama Lima ya definió de forma brillante las referencias de la lengua poética en tal ámbito.
En líneas generales, sin correr el riesgo de groseras simplificaciones, la poesía hispanoamericana está comprehendida por dos fases o periodos históricos distintos, amplios y abarcadores de su dinámica complejidad, de su inestimable espíritu renovador y fundacional: el del modernismo (que encuentra su ápice en las tres primeras décadas del siglo XX) y la poesía contemporánea, sin olvidarnos que los límites que unen y distinguen ambos periodos van pautados por los años 20 y 30, no solamente en función del surgimiento de los innumerables focos de la vanguardia, como también, y sobre todo, por el aparecimiento de libros como Trilce (1922), de Vallejo; Altazor (1931), de Huidobro; Residencia en la tierra (1933 y 1935), de Neruda; Abolición de la muerte (1935), de Emilio Adolfo Westphalen; Muerte de Narciso (1937), de Lezama Lima, entre otros.
Es natural que los movimientos artísticos acostumbren invadir cronológicamente los límites de su sucedáneo, y mucho más tratándose - como es el caso del Modernismo - de una de las más altas hazañas realizadas por Hispanoamérica en el decurso de su historia, de modo que todavía por muchas décadas adentro se escuchan los ecos de tal conquista. Y habrá siempre, dentro de esa cuestión, la ocurrencia de excepciones: el mexicano José Juan Tablada (1871-1945) publica su Li-Po y otros poemas en 1920, reclamando su presencia en el periodo contemporáneo y no en el modernista, en el que se sitúan sus libros anteriores; otro ejemplo sería el de En la masmédula, de Girondo, que aparece hasta 1956, luego de un decisivo periodo de la poesía hispanoamericana influenciado por el surrealismo y la publicación de innumerables obras indiscutiblemente innovadoras - Luna Park (1924), de Luis Cardoza y Aragón; Biografía para uso de los pájaros (1937), de Jorge Carrera Andrade; Muerte sin fin (1939), de José Gorostiza; Biografía de un silencio (1940), de Manuel del Cabral; Pasiones terrestres (1946), de Enrique Molina; La miseria del hombre (1948), de Gonzalo Rojas -, sin que ello venga a perjudicar su recepción y el gran respeto crítico de que goza hasta hoy el poeta argentino, autor también de otro libro valioso, aunque menos mencionado, Persuasión de los días (1942), dentro del derrotero poético de la gran aventura del lenguaje que emprendió y que, incluso, anticipa el propio En la masmédula.
En el recorrido de todos estos paisajes generacionales siempre se destacarán algunos poetas que, además de su propia obra, atenderán, de diversas formas, a la difusión/revisión de la obra de otros autores. En este sentido, podemos pensar en aquellos poetas que tejieran obra crítica, notable diálogo que es siempre un rescate y una ampliación de horizontes, tanto como nuestros traductores, que abrirán para el lector de nuestra lengua infinitas posibilidades de relación con la poesía de otros idiomas, responsables de entrelazar el flujo de las culturas de su país y del resto del mundo, de la misma forma que aquellos que contribuyeron en un sentido promocional, es decir, por medio de la dirección de editoriales, periódicos y revistas, además de la organización de antologías y de encuentros, exposiciones, conferencias etc.
En tal abordaje no se puede nunca dejar de mencionar algunos nombres, entre los cuales figuran imprescindiblemente los argentinos Aldo Pellegrini (1903-1973) y Raúl Gustavo Aguirre (1927-1983). El primero fue responsable de una pionera afirmación del surrealismo en tierras hispanoamericanas, en tanto el segundo estuvo al frente de una de las más destacadas revistas literarias del continente: Poesía-Buenos Aires. Al lado de ambos, se sitúan expresiones de igual importancia, como las del colombiano Jorge Gaitán Durán - principal articulador del grupo Mito, que influyó acentuadamente en el escenario cultural de la Bogotá de los años 50, también responsable de la dirección de la revista homónima -, el cubano Lezama Lima - en torno de cuya iluminadora presencia se articularon los meandros literarios de La Habana, concentrados en gran parte en las páginas de la revista orígenes, por él fundada y dirigida-, el mexicano Octavio Paz -fundador entusiasta de publicaciones como Taller (1938), El hijo pródigo (1943), Plural (1971-76) y Vuelta (1976) -, el venezolano Juan Liscano (1915) por las destacadas acciones como director de la revista Zona Franca y de la editorial Monte Ávila -, entre muchos otros cuya enumeración se tornaría exhaustiva, lo que viene a comprobar que el poeta hispanoamericano, en mayor o menor grado, siempre estuvo activamente involucrado en la tarea de difusión de la cultura de su país, al mismo tiempo que empeñado en el propio enriquecimiento permanente de su visión crítica del mundo.

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Aunque no es el interés sobrecargar al lector con nombres y más nombres, es imposible proponer una lectura de la poesía hispanoamericana sin una extensa relación que justifique la afirmación de que no conocemos, excepto por veleidades políticas, la verdadera poesía que se realiza en la América hispánica. En tanto, no podría dejar de mencionar, entre muchos otros, los nombres del dominicano Manuel del Cabral (1907), el peruano Martín Adán (1908-1985), el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1982), el salvadoreño Pedro Geoffroy Rivas (1908-1979) y el costarricense Isaac Felipe Azofeifa (1909-1997), todos poetas de obra expresiva y renovadora, más sobretodo el de algunos poetas del Modernismo que raramente son recordados, a pesar de la notable fuente de iluminación poética que define todo lo que escribieron. Siendo así, a los ya señalados Pablo de Rokha y león de Greiff, debo añadir al peruano José María Eguren (1874-1942) y al venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930).
Una tradición poética no radica en el servilismo u oportunismo. Es trazada a duras penas. Igual delante de un cuadro de aparente mundialización, no se puede aceptar como dispensable el valor intrínseco de cada circunstancia, el modo peculiar de cada ser y estar en el mundo. Si en un segundo me comunico al otro lado de la tierra, que eso nos lleve la felicidad de poder conversar, y no a un primario vicio excluyente. Aún más, un factor bastante perjudicial debe ser finalmente eliminado para que podamos comprender la poesía que se realiza en Hispanoamérica: su entendimiento como un área única, desprovista de singularidades. A pesar del equívoco de tal óptica, se ha mantenido abierta al diálogo, lo que comprueba su desdoblamiento estético, además de los encuentros realizados sistemáticamente en varios países, y el fortalecimiento del intercambio de acción entre varias revistas literarias. Lo que se podría tener como previsible, una actitud institucional, fomentando el diálogo, no se realiza. Se da de otra forma. Editores de revistas cuidan de fundar y firmar el diálogo posible, y a ellos se debe la parcela mayoritaria de la difusión internacional que esta poesía ha alcanzado a lo largo del siglo.
Recordemos, al cerrar estas notas de ingreso, las palabras del venezolano Guillermo Sucre (1933), al referirse a la universalidad, hoy un hecho incuestionable, de la poesía hispanoamericana como siendo "signo de autenticidad de toda poesía: no un modo de ser, sino un modo del ser".

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